La mamá de Andrea, una niña muy observadora de cinco años de edad, estaba sentada en silencio, en actitud pensativa. En determinado momento, cerró los ojos como para aislarse del entorno. A Andrea le entró curiosidad y preguntó: “Mamá, ¿por qué estás con los ojos cerrados?” A lo que la mamá contestó: “Porque le estoy pidiendo perdón a Dios por las veces que te he rezongado y no tengo paciencia contigo”. Entonces, la que se quedó pensativa fue Andrea, y antes de que su madre tuviera tiempo de nada más, le dice muy conmovida: “No te preocupes, Mamá. Yo ya te perdoné”.
Es bueno volverse como un niño, generoso y espontáneo en el perdón, cuando la vida nos pone frente a situaciones que consideramos ofensivas o agresivas. En algunos casos, puede que sean realmente así, pero en la mayoría de los casos – lamentablemente - nuestra propia subjetividad y, ¿por qué no decirlo?, nuestra propia soberbia, nos hace ver ofensas donde no las hay.
Si somos sinceros y nos examinamos, comprenderíamos que muchas veces somos nosotros los que mal interpretamos las actitudes o las intenciones ajenas. Además, solemos ser más susceptibles de lo que creemos porque tenemos una opinión tan alta de nosotros mismos que no aceptamos sentirnos disminuidos. A veces también, es probable que tengamos prejuicios que no podemos vencer fácilmente y que no nos dejan ver nuestra realidad personal y egoísta.
En cambio, los niños nos enseñan a perdonar sin prejuicios ni distinciones – aunque se trate de nuestra propia madre – porque lo hacen sin vacilación, con la sinceridad de un alma limpia de rencores, con humildad y verdadero amor. Si hiciéramos como ellos y perdonáramos con más frecuencia, con generosidad y sin rencor, tú y yo estaríamos en paz.
Fuente: Sembrar Familia
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