Aceptar tareas que no estamos en condiciones de cumplir o no queremos hacer genera estrés y angustia.
Este es parte de un artículo de Lucila Rolón publicado en el periódico La Nación.
Muchas personas tienen dificultades para decir que no. No a los amigos, no a la familia, no al jefe, no a los hijos, no a la pareja. No a uno mismo. Cuando aceptamos a desgano, las consecuencias se traducen en puro malestar emocional y en un sinfín de tareas propias sin cumplir o mal cumplidas.
En los últimos años, universidades y comunidades científicas del mundo estudiaron las formas posibles de negarse a un pedido, especialmente en el marco profesional. Desarrollaron respuestas contra la tendencia multitasking,que se propagó como palabra santa durante la década de 2000, en pos de preservar la productividad individual.
Decir siempre que sí suma estrés a la vida diaria: “Si yo escaneara tu cerebro y proyectara cada palabra por menos de un segundo, habría una que crearía más estrés en tu organismo. Esa palabra es «no»“, explica en sus conferencias Mark Waldman, especialista en comunicación efectiva y neurociencia, autor de doce libros de investigación científica sobre la influencia de los vocablos en el sistema neurológico. “El cerebro está diseñado para marcar las palabras negativas en la memoria y así apenas reacciona a las positivas, porque no son una amenaza para nuestra persona“, explica en uno de ellos. Por su parte, la psicóloga social norteamericana Susan Newman publicó sus recetas en El libro del no: 250 maneras de decirlo – y decirlo en serio, que se convirtió en best seller automáticamente.
Fabiana Lear, 36 años, empleada en el sector del marketing, termina todos los meses haciendo horas extras porque no puede decir que no cuando su jefe la llena de tareas: “Por un lado, tengo miedo de que se ofenda y me despida; por otro, pienso que aceptar es una manera de mostrarme responsable. Pero la verdad es que no logro buenos resultados de ningún tipo -cuenta-. Al contrario, nunca me alcanza el tiempo y termino rindiendo mal y de mal humor”.
Estanislao Bachrach es doctor en Biología Molecular de la UBA y de la Universidad Montpellier de Francia. Desde su consultora Creative Brains At Work asesora a empresas de todo el mundo: “Estamos en plena era de la infobesity, demasiada información y multiestímulos desde la tecnología hacen que uno pierda productividad. Saber discriminar qué estímulos tengo que hacer a un lado -decirles que no- es fundamental. Con mi equipo, trabajamos con una herramienta llamada satisfying, satisfacerse o, informalmente, «bancarte no mirar cierta información, bancarte no responder». Está estudiado que se trata de una cuestión emocional, no racional”, explica. “Estudiamos, en la Argentina y en los Estados Unidos, que quienes logran hacer satisfying y se concentran en equis asunto para después tomar una decisión se arrepienten mucho menos de la decisión que tomaron”, ejemplifica, y aclara que la calidad de la decisión no fue evaluada, sino el grado de arrepentimiento: “Quienes se enfocan para decidir quedan más conformes“.
Decir que no a un socio también puede resultar un problema. En este sentido, Bachrach dice que los socios tienen que tener química, objetivos comunes y complementariedad: “En general, cuando uno arranca una sociedad esas tres cosas están, pero ¿qué pasa si los objetivos empiezan a cambiar? Lo ideal es juntarse cada seis meses y medir estos parámetros. A veces es doloroso, pero cambian, no hay que dramatizar“.
La pareja también es una sociedad. Daniel Furcci, abogado, 39 años, preferiría pasar el domingo desparramado en su sillón de plumas justo debajo del aire acondicionado en 22 °C, pero su esposa, Paula Mondí, diseñadora, 32 años, no para de hacer planes. “Él dice que no frenamos un minuto y para mí no hacemos casi nada. Es cierto que es mucho más tranquilo que yo, pero también es cierto que organizo o acepto planes que nos gusten de verdad a los dos“, dice ella. Él no dice nada, hasta que un día dice y discuten, y durante unas semanas ella no lo incluye en planes y él descansa, pero esto nunca dura demasiado y todo vuelve a ser como era: Daniel acumulando noes.
“Me cuesta plantarme y sostener el no ante mis hijas (Luna, de 9 años, y Vida, de 5) cuando estoy muy cansado, por trabajo o por el día en sí. En esos momentos, no mido las consecuencias“, dice Martín Vacaralli, publicista, 44 años. Claudia Romero es doctora en Educación de la Universidad Complutense de Madrid y directora del Área Educación de la Universidad Di Tella; plantea que a los niños se les debe postular un no desvinculado del miedo: “Decir que no como forma de prohibición y disciplinamiento quedó viejo porque es inútil. El no educativo se ha resignificado y es el que permite otras posibilidades. «De este modo no» o «ahora no, pero…»; resulta más trabajoso, pero así aparecen alternativas. Negar en este sentido tiene que ver con la libertad“.
“Lo más importante que aprendí a hacer después de los cuarenta años fue a decir no cuando es no“, contó alguna vez Gabriel García Márquez. Tal vez tenía razón.
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