Jose Luis Duarte Jose Luis Duarte Author
Title: El amor, esa tarea diaria
Author: Jose Luis Duarte
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¿Cuando asumimos el amor como una construcción y, por lo tanto, como una tarea cotidiana no corremos el riesgo de perder la espontaneidad y ...
¿Cuando asumimos el amor como una construcción y, por lo tanto, como una tarea cotidiana no corremos el riesgo de perder la espontaneidad y apagar el romanticismo? Me encuentro a menudo con quienes hacen esta pregunta al proponer la relación de pareja como un espacio de trabajo compartido. Y también a menudo respondo con otra pregunta: ¿si dejamos el vínculo librado a los vaivenes de la espontaneidad y a las ilusiones del romanticismo no abandonamos al amor a su suerte, no lo privamos de energía, de propósito, de raíces? ¿Esa suerte de malestar afectivo que se respira en nuestra sociedad no es producto en buena medida de haber dejado de trabajar para el amor, de haberlo librado sólo a lo romántico y espontáneo?

Se construye amor con acciones amorosas. Es decir, con actos, gestos, conductas que llevan mi amor hacia la otra persona de la manera en que ella lo necesita. Quizás amar sea para mí dejar grandes espacios libres entre ambos y actúo en consecuencia. Pero ella necesita de mi cercanía para sentirse amada y entonces no percibirá en mi actitud amor sino lejanía, frialdad o indiferencia. Tendré que preguntarle cuándo y cómo se siente amada y aprender a hacerlo de ese modo. A mi vez, deberé ser claro en el pedido de lo que necesito para sentir su amor. No basta con decir “compañía”, “comprensión”, “cuidado”, etcétera. Es importante que lo traduzca: “Me siento acompañado, comprendido o cuidado, cuando haces esto o dices aquello”. Eso es, en parte, lo que llamo construcción amorosa.

También trabajamos para nuestro amor cuando además de pedir claramente lo que necesitamos de la amada o del amado, somos igualmente explícitos en lo que ofrecemos. De esa ida y vuelta nace el círculo virtuoso del amor. Este mutuo y simultáneo trabajo genera energía emocional y afectiva, permite el reciproco conocimiento, aumenta la confianza, alimenta la intimidad, nos permite comprender para qué estamos juntos y nos lleva a una cotidiana relección del uno por la otra y viceversa.

Si no tememos trabajar por nuestro amor llegaremos a conocer la verdadera historia de esos cuentos de hadas que terminan en donde deberían empezar. Se nos ha dicho una y mil veces que “fueron felices y comieron perdices” (The End). Ahí nos quedamos, librados a nuestra imaginación. Pero nada se nos dijo sobre qué pasaba si se terminaban las perdices, si alguno se cansaba de ese repetido menú, ni sobre quién se encargaba de cazarlas y quién de cocinarlas, o qué otros alimentos había. Nada se nos dijo en esos relatos acerca de la vida cotidiana, de los lógicos desencuentros que matizan la convivencia, de cómo se armonizan las diferencias y de qué diferencias son irreconciliables. No estoy en contra de la espontaneidad y el romanticismo. Son necesarios en cualquier vínculo, lo condimentan. Sin ellos una relación se hace árida y hasta puede tornarse burocrática. Pero sostenida sólo por ellos corre serio riesgo de caer pronto en la desilusión y el desencanto. Habrá sido como un árbol de bello follaje que, privado de raíces, se desploma con el primer viento fuerte.

Hay quienes patalean ante la propuesta y dicen que el amor no puede ser tan “pensado”. Yo diría que la palabra no es “pensado”, sino cuidado, nutrido. Los partidarios de la pura espontaneidad y el fogoso romanticismo como ingredientes centrales, suelen ser, al fin, los enamorados del amor. Van de ilusión en desilusión, serialmente. Más que enamorarse del amor se trata, creo, de amar a una persona y de ser amado por ella. Para ese trabajo nos ofrece el amor su tierra fértil.

Sergio Sinay

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