que no podemos irradiar algo de felicidad
y rendir un elogio honrado, sin tratar de obtener algo a cambio;
si nuestras almas son de tal pequeñez, iremos al fracaso,
a un fracaso merecido…
Hay una ley de suma importancia en la vida
y conducta de la humanidad.
Si obedecemos esa ley, casi nunca nos veremos en aprietos.
Si la obedecemos, obtendremos constante felicidad
e innumerables amigos.
Pero en cuanto quebrantemos la ley, esa ley,
nos veremos en interminables dificultades.
La ley es ésta: “Trate siempre que la otra persona se sienta importante”.
El profesor John Dewey ha enseñado
que el deseo de ser importante es el impulso más profundo
que anima el carácter humano; el profesor William James:
“El principio más profundo en el carácter humano es
el anhelo de ser apreciado”.
Como ya lo he enseñado, ese impulso es el que nos diferencia
de los animales. Es el impulso que ha dado origen a la civilización misma.
Los filósofos vienen haciendo conjeturas
acerca de las reglas de las relaciones humanas
desde hace miles de años, y de todas esas conjeturas ha surgido
sólamente un precepto importante.
No es nuevo. Es tan viejo como la Historia.
Zoroastro lo enseñó a sus discípulos en el culto del fuego,
en Persia, hace tres mil años.
Confucio lo predicó en China hace veinticuatro siglos.
Laotsé, el fundador del taoísmo, lo inculcó a sus discípulos
en el valle de Han. Buda lo predicó en las orillas del Ganges
quinientos años antes de Cristo. Los libros sagrados del hinduísmo,
miles años atrás de esto ya lo enunciaban. Jesús lo enseñó
entre las pétreas montañas de Judea hace diecinueve siglos,
y lo resumió posiblemente en el precepto quizá
más importante del mundo:
“Haz al prójimo lo que quieres que el prójimo te haga a ti”.
Usted quiere la aprobación de todos aquellos
con quienes entra en contacto.
Quiere que se reconozcan sus méritos.
Quiere tener la sensación de su importancia
en su pequeño mundo. No quiere escuchar adulaciones baratas,
sin sinceridad, pero anhela una sincera apreciación.
Quiere que sus amigos y allegados sean
“calurosos en su aprobación y abundantes en su elogio”.
Todos nosotros lo deseamos.
Obedezcamos, pues, la Regla de Oro,
y demos a los otros lo que queramos
que ellos nos den: ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?
La respuesta es: Siempre, en todas partes…
Dale Carnegie
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