Temía quebrarme una vez más en otros mil quinientos pedazos, con piezas que van faltando y se van desdibujando para poder rearmarme con esas otras piezas que sí quedan y me hacen ser esta nueva versión de mí.
Y pude, y llegué en un atardecer de Junio que debería haber sido frio, ventoso, y penetrante, a una playa despejada de viento, calma, pacífica e infinita y junte coraje caminando hasta la orilla, cuando el agua mojó mis zapatillas no retrocedí, simplemente me quedé ahí, mirando la inmensidad misma, la que tanto disfrutábamos y la que resumía nuestro amor, inmenso, como solía repetir.
Y con un nudo atragantado tome coraje, me agache y recogí en mi mano un puñado mojado de arena y a la cuenta de tres hablándole para mis adentros, diciéndonos lo que nos debíamos decir, arroje la arena como homenaje de lo que fuimos, a lo que seguiremos siendo en los más lindos recuerdos y a lo que vendrá aquí en la tierra y allí en aquel lugar de encanto donde descansará.
Y la paz se apoderó de mí, y lloré, una vez más, misión cumplida, solté la angustia que tenía que soltar para seguir, firme y segura en mi camino, como él lo hubiese querido.
Bendecida yo que tengo esas amigas que al pegar la vuelta te esperan y abrazan consolando cualquier pena. Y dimos la espalda al mar que nos acarició en el anochecer más perfecto, caminando sobre la arena hablando del amor, de las despedidas, de la vida, de esta vida bendecida.
Y aquí de vuelta estoy, erguida, para seguir transitando este caminar que la vida me propone, retumbando sus palabras en mi alma, robándome mil sonrisas, escuchando una vez más su “chiquita mía”.
La vida sigue, el amor sigue vivo porque no es amor terrenal que se murió sino amor eterno que se elevó al cielo, yo también sigo… viva.
Mechi Mastandrea
Marzo 2018
Texto e imagen compartidos con permiso de su autora.
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