La degradación de la democracia y los derechos humanos en Venezuela es tal que Nicolás Maduro ha optado por abandonar incluso su fachada democrática. Los hechos hablan por sí solos.
En Venezuela la absoluta concentración de poder le ha permitido al ejecutivo cometer todo tipo de abusos sin rendir cuentas a nadie.
El Tribunal Supremo, un apéndice del Presidente, valida rutinariamente sus decisiones y sostiene expresamente que no cree en la separación de poderes. Desde que la mayoría opositora asumió el control de la Asamblea Nacional, el tribunal se dedicó a despojarla de sus facultades y declarar inconstitucional toda ley que le disgustara al gobierno.
En un momento de gran descontento popular, no parece haber interés en organizar comicios que el gobierno vaya a perder. El Consejo Nacional Electoral-con cuatro de cinco miembros chavistas-no ha organizado elecciones de gobernadores, previstas en la Constitución para el 2016, y dilató la realización de un referendo revocatorio sobre la presidencia de Maduro para asegurar que el régimen permaneciera en el poder.
De todas formas, por las dudas, dejaron fuera del juego político a emblemáticos líderes de oposición. La Contraloría General de la República inhabilitó a Henrique Capriles a ejercer cargos públicos por 15 años, mientras que Leopoldo López fue condenado arbitrariamente a casi 14 años de prisión y sigue estando preso en una cárcel militar. Hoy, hay casi 200 presos políticos.
La prensa está sujeta a un acoso cada vez mayor. Periodistas extranjeros han sido expulsados del país, detenidos, o retenidos en el aeropuerto. Algunos que cubren las protestas son atacados o les roban sus equipos. Canales de cable que reportan sobre la crisis que se vive fueron sacados del aire. Todo esto ocurre en un país donde el hostigamiento a los medios de comunicación independientes ya había llevado a que no quedara prácticamente ninguno de ellos y a niveles altísimos de autocensura.
Decenas de civiles detenidos en las recientes manifestaciones están siendo juzgados por tribunales militares, una práctica típica de las dictaduras de los ’70. Las audiencias se realizan en salas improvisadas dentro de cuarteles militares, ante jueces que son militares que responden al jefe del Ejército y en presencia de uniformados armados. Los delitos por los cuales estas personas son procesadas incluyen el de “rebelión”. Los detenidos denunciaron todo tipo de abusos, incluyendo golpizas y que los obligaron a comer excremento.
Por todo esto, por los altísimos niveles de inseguridad, y por la dramática crisis humanitaria que afecta al pueblo venezolano, cientos de miles de personas han salido a las calles casi a diario. La respuesta ha sido una represión brutal por las fuerzas de seguridad y los colectivos –delincuentes armados que colaboran con las autoridades– dejando al menos 38 muertos y cientos de heridos graves. Más de 1.900 personas han sido detenidas.
Ante las legítimas demandas del pueblo venezolano que se establezca un calendario electoral, se libere a los presos políticos, se reestablezca la independencia judicial y los poderes de la Asamblea Nacional y se permita ayuda internacional humanitaria, el gobierno se inventó una constituyente bajo su control.
Una de las mejores respuestas a esta iniciativa ha venido de la Conferencia Episcopal venezolana, que sostuvo que el pueblo necesita “comida, medicamentos, libertad, seguridad personal y jurídica, y paz” y que todo ello se logra respetando la Constitución Política vigente. Además, los obispos exhortaron al pueblo a no resignarse y a levantar su voz de protesta pacíficamente.
¿El panorama que he descrito es propio de una democracia o de una dictadura?
José Miguel Vivanco
Director, División de las Américas
Human Rights Watch
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