No te voy a mentir: hay problemas que no tienen solución.
Por más que nos devanemos los sesos o que pasemos mucho tiempo buscando una salida, no todas las situaciones pueden revertirse y llegar a un final feliz o, por lo menos, aceptable.
En cierto punto, conviene aceptarlo, dejarlo atrás y dedicarse a otra cosa.
¿Cómo darse cuenta?
Trataste por distintos medios que esa persona recapacitara, obtener ese trabajo o resolver un conflicto, sin éxito alguno. Forzarse para lograr algo que nos resulta ajeno o incómodo muchas veces no da el resultado esperado.
Cuando la voluntad de otras personas está involucrada, independientemente de lo que hagamos, con frecuencia no podremos torcer su voluntad para ajustarse a la nuestra.
Además, los derroches de energía tienen un costo que se refleja en el resto de las áreas de nuestra vida, y solo podemos sostenerlos durante un periodo prudencial. En caso contrario, desequilibrarían nuestro panorama cotidiano y nos provocarían nuevos problemas que tendríamos que enfrentar.
No se trata de no tener tesón y perseverancia, sino de entender cuándo poner el punto final: si has dedicado denodados esfuerzos a conseguir algo que te resulta esquivo una y otra vez y la lógica o tu intuición te indican que no es para ti, es probable que no lo sea.
¿Qué hacer?
Después de intentarlo durante un tiempo prudencial, vale la pena sincerarse y aceptar la realidad.
Tal vez ese tren ya pasó para nosotros, sin detenerse.
Es muy probable que al asumir que un problema no tiene solución y dar vuelta esa página, se abran delante de nosotros un sinnúmero de nuevas posibilidades –que hasta ese momento no habíamos notado– y que sí estarán al alcance de nuestra mano.
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