El mayor revuelo lo armé yo cuando, tímidamente y como suelo hacer, di mi opinión sobre un tema “candente” (¡uso las comillas porque nunca imaginé que se armaría semejante conmoción!).
Dije que estoy totalmente a favor de casarse legalmente.
Salvo la mirada tímida y cómplice de una excompañera de escuela (quien después de más de una década, desearía formalizar la relación que tiene con el papá de su hija), todos comenzaron a cuestionarme. Es como que de repente, entre los adultos, “casarse” se ha convertido en una mala palabra. O por lo menos, impronunciable.
De hecho, expresaron su desacuerdo con distintos comentarios:
. Que para qué ir a firmar un documento.
. Que sin hijos en común no tiene ningún sentido.
. Que ni siquiera los jóvenes hoy en día lo toman como una posibilidad.
. Que cuando uno es más grande, ya el mero hecho de convivir implica compromiso.
. Que si uno ya se casó alguna vez, para qué volver a hacerlo.
De nada sirvieron los motivos de gran peso que esgrimí (al menos para mí, lo que pienso sobre este tema justifica completamente mi punto de vista).
Es que aún soy una romántica incurable y siento que existe el amor genuino, incondicional y “para siempre” de pareja. Por supuesto que un papel firmado no garantizará esto, pero le dará un marco familiar adorable.
No veo por qué prejuzgar que si un matrimonio anterior no funcionó, hay que cerrar la puerta a cualquier posibilidad similar futura. ¡Qué mejor que cerrar heridas y dejarse fluir! En palabras más simples: que yo sea divorciada no incide en que me gustaría volver a casarme. ¿Y por qué incidiría? No veo razón alguna para renunciar a mis sueños por algo que no resultó como yo quería en su momento.
Y la esperanza (dicen) es lo último que se pierde.
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