Me impresionaba que una persona adulta e inteligente estuviera decidida a echar por la borda quince años de vida familiar arguyendo que la felicidad es un derecho como los de la Declaración universal de derechos humanos.
No es fácil aclararse sobre a qué llamamos felicidad.
Algunos creen que es un estado de ánimo y pretenden encontrarla en la euforia de la borrachera o de la droga o en los libros de autoayuda.
Para otros, es la satisfacción de todos los deseos y, como están insatisfechos, se sienten casi siempre tristes.
De hecho, lo que está más en boga es la identificación de la felicidad con el sentirse querido, con el estar enamorado.
Quizá por ese motivo vuelan por los aires tantos vínculos matrimoniales, esclerotizados por la erosión del tiempo, el aburrimiento mutuo o el desamor infiel.
Ya Aristóteles, hace más de dos mil trescientos años, advirtió que la felicidad no era algo que pudiera buscarse directamente, esto es, algo que se lograra simplemente porque uno se lo propusiera como objetivo. Como todos hemos podido comprobar en alguna ocasión, quienes ponen como primer objetivo de su vida la consecución de la felicidad son de ordinario unos desgraciados.
La felicidad es más bien como un regalo colateral del que sólo disfrutan quienes ponen el centro de su vida fuera de sí.
En contraste, los egoístas, los que sólo piensan en sí mismos y en su satisfacción personal, son siempre unos infelices, pues hasta los placeres más sencillos se les escapan como el agua entre los dedos.
Me gusta pensar que, en vez de un derecho, la felicidad es un deber.
Los seres humanos hemos de poner todos los medios a nuestro alcance para hacer felices a los demás; al empeñar nuestra vida en esa tarea seremos nosotros también felices, aunque quizá sólo nos demos cuenta de ello muy de tarde en tarde.
“Siempre alegres para hacer felices a los demás”.
El secreto más oculto de la cultura contemporánea, es que los seres humanos sólo somos verdaderamente felices, dándonos a los demás.
Sabemos mucho de tecnología, de economía, del calentamiento global, pero la imagen que sistemáticamente se refleja en los medios de comunicación muestra que sabemos bien poco de lo que realmente hace feliz al ser humano.
La felicidad no está en la huida con la persona amada a una paradisíaca playa de una maravillosa isla del Caribe, abandonando las obligaciones cotidianas que, por supuesto, en ocasiones pueden hacerse muy pesadas.
La felicidad no puede basarse en la injusticia, en el olvido de los compromisos personales, familiares y laborales.
La felicidad –respondí a mi amigo con afecto– no es un derecho, sino que es más bien resultado del cumplimiento –gustoso o dificultoso– del deber y aparece siempre en nuestras vidas como un regalo del todo inmerecido, como un premio a la entrega personal a los demás, en primer lugar, al cónyuge y a los hijos….
Autor Desconocido
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