Cada vez que abordamos este tema, dos figuras se activan inevitable, automática y simultáneamente en nosotros y en todos los que centran su interés en el mismo, pues estas son parte constitutiva de nuestra cultura y de nuestro esquema de socialización.
Una es la figura del apartamiento del ideal que la ruptura del vínculo entre los padres de un niño pequeño conlleva de por sí, y la otra es la preocupación y el intento de sopesamiento anticipado de las consecuencias que esto tendrá para él.
Imágenes fuertemente cargadas desde el punto de vista emocional de conflictos en su futura identidad y personalidad, incluso en su identidad sexual, de alteraciones irreversibles en su vida afectiva, de que quede asentado en él un resentimiento que tarde o temprano revertirá sobre la figura de los padres, de que se instale en su interior la semilla de inevitables conflictos con la autoridad, de especial rebeldía e indolencia durante la niñez, de estar más expuesto al peligro de las drogas y de que se vuelva inmanejable durante la adolescencia, etc., son parte del imaginario que se activa inevitablemente en quienes se plantean tal situación teniendo como referente el ideal cultural heredado; imaginario que se acompaña generalmente de un sentimiento de culpa, de culpa por no haber podido cumplir con las exigencias de ese ideal y de culpa anticipada por las eventuales consecuencias a las que se habría expuesto a un ser inocente.
Cuando pensamos así, y es muy difícil no hacerlo en tanto somos miembros de un sistema cultural que asigna gran importancia a la familia como agente de cuidado y socialización, olvidamos hasta que punto el ideal se aparta en nuestra vida de la realidad y lo que es más importante, olvidamos que si la pareja no hubiera tenido conflictos suficientemente graves para justificar su separación, esta no hubiera ocurrido.
Así que cuando pensamos en la vida de los hijos de padres separados no debemos juzgarla y compararla con la que este hubiera tenido en el seno de un hogar idílico de padres bien avenidos como personas y como pareja, lo cual no era el caso, sino con la que hubiera tenido o tendría, creciendo en el medio de padres que no se quieren lo suficiente o que incluso se odian lo suficiente como para justificar esa separación.
El tema no es comparar lo que es con lo que hubiera sido deseable sino con la realidad, realidad que puede ser mucho más perniciosa e incluso peligrosa para la vida y el desarrollo infantil que la separación de los padres.
La violencia familiar recurrente, las adicciones, la delincuencia, la infidelidad, las alteraciones mentales, el abuso infantil, las discusiones cotidianas o el rencor silencioso entre los padres, la falta de deseo mutuo, la competencia o la ausencia de respeto dentro de la relación, etc., etc. son mucho más concretamente perniciosas para un niño en tanto testigo o en tanto víctima directa que la ausencia de un supuesto ideal y concurren a fijar modelos de vida mucho más defenestrantes y dañinos que la sola separación de los padres determina de por sí, en especial cuando esta posibilita a través del encuentro de la distancia óptima, mantener un vínculo suficientemente positivo entre ellos y centrar su capacidad de cooperación y amor que haya quedado preservada en asegurar la mejor crianza de su hijo. Continuará...
REM
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Lic. Leonor Edith Raimondetto
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