De las Cuevas de Altamira procede uno de los ejemplares más antiguos: una aguja de hueso de ciervo de punta agudísima horadada en el extremo. Las hubo de varias clases, según el destino que se le diera: agujas de hueso de ave, largas, para coser materiales livianos de pieles ligeras.
Pero también agujas de coser de marfil más resistentes destinadas a introducirse en el cuero que se quería coser. Así facilitaban su penetrabilidad mediante una punta precedida de cortes dentados a modo de flecha para que tras el empuje inicial no retrocediera.
Aquellas agujas alcanzaban un alto grado de perfección: hace 20.000 años se cosía en las cuevas prehistóricas del sur de Francia con agujas de hueso que podrían usarse hoy dado el grado de perfeccionamiento alcanzado. Así confeccionó el hombre primitivo las capas y mantos que le protegían del frío.
Los ejemplares de aguja más antiguos conservados son egipcios y datan del 2000 a.C. Se trata de agujas de hierro que en lugar de tener ojo o agujero contaban con una especie de gancho muy cerrado donde se introducía el hilo.
Grecia y Roma se fabricaron agujas de los más diversos materiales, desde el hueso o el marfil a la madera, la plata y el oro. Entre las ruinas de termas y templos, de villas y casas a lo largo del Imperio son numerosos los ejemplares de agujas romanas halladas.
Procedentes de las antiguas ruinas de la Pompeya del siglo I son algunos ejemplares que apenas difieren de las modernas: agujas de hierro pequeñas, de unos tres centímetros de largo que aparecen junto al canastillo de modistacon su dedal y sus botones incluidos.
Hubo también agujas de coser de bronce, marfil e incluso de madera, aunque lo corriente era hacerlas de hueso. Su agujero era tan pequeño que costaba enhebrarla. Ya entonces se guardaban en acericos en forma de tortuga (símbolo de la paciencia y tranquilidad que necesita la costurera), o acericos de oro, pues los acericos romanos o aciarium = portador de agujas, fueron objeto de regalo a doncellas casaderas para que fuera confeccionando su ajuar.
Además de la aguja se necesitaba hilo y dedal. Como hilo se utilizó fibras vegetales y tendones finos de animales, generalmente el ciervo y el toro; también se recurrió a otro tipo de fibra: hay que tener en cuenta que el hilado y el tejido son artes muy antiguas.
Aquellos sastres prehistóricos tenían conocimiento de costura: daban las puntadas alternas, muy separadas una de otra, a modo de toscos hilvanes, pero tan eficaces que el atuendo aguantaba el ejercicio violento de la caza.
Culturas tan sofisticadas como la babilonia, la egipcia, la griega y la romana apenas introdujeron otro cambio que el uso de los metales en su elaboración, salto que parece considerable, pero que no variaba el fondo del invento. De hecho la aguja de hueso era más resistente que la aguja de cobre, por eso la aguja egipcia, que era muy larga, se rompía con facilidad, por lo que se aprovechaban los fragmentos para confeccionar agujas más pequeñas.
En la España prerromana, como muestran las evidencias arqueológicas extremeñas de Cancho Roano, las agujas alcanzaron gran sofisticación, como corresponde a una cultura muy avanzada en las artes textiles. Las hubo de bronce, guardadas en estuches de hueso, y también agujas de hueso con doble ojo.
Pero la fabricación de la aguja de coser experimentó gran auge y desarrollo en torno al siglo XIV. En Oriente tuvieron fama las agujas de Damasco y Antioquía; y en Occidente las de Toledo obtuvieron tal prestigio que desbancaron a la aguja alemana de Núremberg hacia 1370.
En Toledo se fabricó todo tipos de agujas de coser: aguja de ojalar, de costura, de aforrar, de sobrecoser, de zurcir, de embastar, de pegar botones, de fijar galones, de verdugado o vestiduras que las mujeres usaban debajo de la basquiña para ahuecarlas, todas las cuales tenían fama de no romperse e incluso circularon refranes y dichos al respecto: “Aguja toledana, una no más; y aún se abollará el dedal”.
También fue famoso el dedal de bronce árabe español fabricado en Córdoba, Granada y Toledo en forma cilíndrica y gran profusión de adornos. Hubo agujas especiales: como la aguja virguera. La virguería requería destreza y pulso firme con la aguja de plata para hacer pasar por virgen a quien no lo era. El virguero salvaba la honra de la mujer soltera que perdía su doncellez. Tal vez te interese conocer la historia del abanico.
A partir del XV la competencia de las agujas de hierro de los Países Bajos empezó a notarse, pero no desbancó el prestigio de la aguja de coser española, que llegó hasta el XVII en que empezó a introducirse en Castilla la aguja extranjera de inferior calidad y más barata. Aquello haría que las agujas de Siria y España, de mayor calidad, fueran sustituidas por agujas alemanas e inglesas.
Las ciudades de Aquisgrán y Birmingham comenzaron a fabricar agujas de acero pulido de tal calidad y precio que ya no era fácil competir, y se dio el caso de que para vender el producto a mediados del XVIII (1765) era preciso ponerle etiqueta inglesa. Eran empleadas incluso para confeccionar los vestuarios de los teatros más importantes.
Para competir con Alemania e Inglaterra los franceses inventaron la aguja inglesa, es decir: utilizaron las mismas técnicas y materiales que los ingleses, y la competencia se trasladó a los precios que estuvieron a punto de hundirse. Los alemanes vendían sus agujas de doce francos el millar, a siete francos. Los franceses no pudieron aguantar el empujón y sus fábricas de Lyon y París desaparecieron.
Los alemanes continuaron bajando los precios, de cinco francos el millar pasaron a tres, y luego a un franco y medio y se hicieron con el mercado. Hasta el primer tercio del XIX, en que comenzó a introducirse la máquina de coser, la aguja fue el único útil para confeccionar vestidos.
Algo tan simple como ella ha perdurado desde la Prehistoria hasta hoy sin grandes cambios. Es uno de los ejemplos de invento nacido en estado de perfección.
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